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viernes, 4 de diciembre de 2020

Coincidencia: las dos caras de un cuento

Cruz: El borrador

Es curioso cómo juega el destino. Es como un niño que tan solo necesita unir dos piezas para que la magia comience a fluir, pero a esto a algunos les gusta llamarlo coincidencia.

Pues era coincidencia que un día había dos niñas en un parque que comenzaba a despertar por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago siendo con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también había agua. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —anunció con una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose atónita, buscó con sus ojos a la madre de su compañera, a la que encontró sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó intentando seguir el ritmo de su amiga.

Lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo? —dijo con inocente maldad.

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual que los conejos que criaba su abuela parecía ser otra coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que lo tiró —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿A ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me diera nada por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía unos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y el que sí voló de verdad fue un diente, su paleta en concreto, lo que disgustó muchísimo a su madre que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre logró teñir buena parte de la nieve, cosa que hizo que la otra niña se pusiera a llorar por ella y por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada en encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar en camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —dijo enfurruñada antes de salir corriendo.

Y así siguió hasta que las figuras de los otros padres, abuelos y niños fueron del tamaño de las hormigas. Era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo. Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó a la carrera por el parque salpicando sus zapatos de barro y escuchando el crujido al pisar la nieve que aún se resistía. No hizo caso al llamado de su amiga y el de su madre que comenzaba a gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede ignorar el cosquilleo que despierta al cuerpo cuando el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar donde la abuela de Adela la Coneja ya se despedía, junto a una papelera había un objeto al que sol le arrancaba un brillo a su color rosado y que parecía señalar “aquí está”. Cuando sus pies por fin pararon frente a él, descubrió a un dinosaurio de color rosa que le sonría sin que le faltase ni un diente, al contrario que ella, y que en su vientre tenía un reloj que marcaba las horas que parecía haberla estado esperando.

La otra niña comenzó a deshacerse en lágrimas por algo que aún no comprendía: la fe inquebrantable había acompañado a su amiga desde que se encontrara la semana pasada con dos euros, pues hizo que comprendiera que quién juega con el destino a encontrar, encuentra. Así envió al Ratoncito Pérez a que le diera su regalo. Y es que, si Adela la Coneja no hubiera tenido los dientes tan grandes como los conejos que criaba su abuela, que al caérsele uno fue imposible ponerlo bajo la almohada, no le hubieran entregado en el parque un regalo que no le gustó y tiró. Y si la niña no hubiese sido tan insistente en volar como un pájaro hasta olvidarse de cómo aterrizar, su diente tampoco se hubiera caído, su madre no le hubiera castigado y el Ratoncito Pérez no hubiese dejado allí, junto a la papelera, un dinosaurio rosa sonriente con un reloj que aún marcaba las horas en su estómago.

Coincidencia lo llaman.
Cara: El cuento
Había dos niñas en el parque que despertaba por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también estaba el líquido elemento. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —y dibujó con los labios una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose perpleja, buscó a la madre de su amiga para encontrarla sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó a la vez que intentaba seguir el ritmo de su amiga.

La otra lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo?

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual de gigantes que los de los conejos que criaba su abuela, parecía tratarse de algo más que una coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que se lo dio a su abuela —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿Y a ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me trajera ninguna cosa por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía escasos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y lo que sí logró volar de verdad fue su diente, la paleta en concreto, haciéndo que su madre se disgustara muchísimo ya que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre tiñió de tal manera a la nieve, que la otra niña lloró ante el horror de aquella imagen y también por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada por encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y, en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana para conjurar un hechizo. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar de camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a ir a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —enfurruñada, salió antes de que la volviera a contestar.

Su carrera no acabó aunque las figuras de los otros padres, abuelos y niños adquirieran el tamaño de las hormigas. Y es que era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo.

Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó recorriendo el parque salpicando sus botas de barro en cada charco que cruzaba y escuchando el crujido al pisar la poca nieve que aún se resistía a derretirse. Ignoró el llamado de su amiga y el de su madre, cuya voz a esas alturas atrevesaba las copas de los pinos al gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede pasar por alto el cosquilleo que despierta al cuerpo avisando de que el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar de donde la abuela de Adela la Coneja se alejaba para volver a casa a seguir cuidando de sus conejos, junto a una papelera había algo extraño al que sol le arrancaba un brillo como si señalara aquí está. Sus pies, por fin, frenaron hasta parar, y su sonrisa sin paleta se vio correspondida por otra a la que no le faltaba ni un diente.

Aquella sonrisa perfecta pertenecía nada más ni nada menos que a un pequeño dinosaurio de color rosa que por vientre tenía a un reloj marcando las horas que había estado esperándola.

Emme's Codes

¿CUÁL TE GUSTA MÁS? ¿CARA O CRUZ?

Jane Doe

viernes, 27 de noviembre de 2020

Coincidencia

Prompt:

Escribe un relato a partir del juguete que más quisiste.

Había dos niñas en el parque que despertaba por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también estaba el líquido elemento. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —y dibujó con los labios una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose perpleja, buscó a la madre de su amiga para encontrarla sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó a la vez que intentaba seguir el ritmo de su amiga.

La otra lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo?

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual de gigantes que los de los conejos que criaba su abuela, parecía tratarse de algo más que una coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que se lo dio a su abuela —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿Y a ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me trajera ninguna cosa por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía escasos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y lo que sí logró volar de verdad fue su diente, la paleta en concreto, haciéndo que su madre se disgustara muchísimo ya que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre tiñió de tal manera a la nieve, que la otra niña lloró ante el horror de aquella imagen y también por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada por encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y, en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana para conjurar un hechizo. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar de camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a ir a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —enfurruñada, salió antes de que la volviera a contestar.

Su carrera no acabó aunque las figuras de los otros padres, abuelos y niños adquirieran el tamaño de las hormigas. Y es que era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo.

Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó recorriendo el parque salpicando sus botas de barro en cada charco que cruzaba y escuchando el crujido al pisar la poca nieve que aún se resistía a derretirse. Ignoró el llamado de su amiga y el de su madre, cuya voz a esas alturas atrevesaba las copas de los pinos al gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede pasar por alto el cosquilleo que despierta al cuerpo avisando de que el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar de donde la abuela de Adela la Coneja se alejaba para volver a casa a seguir cuidando de sus conejos, junto a una papelera había algo extraño al que sol le arrancaba un brillo como si señalara aquí está. Sus pies, por fin, frenaron hasta parar, y su sonrisa sin paleta se vio correspondida por otra a la que no le faltaba ni un diente.

Aquella sonrisa perfecta pertenecía nada más ni nada menos que a un pequeño dinosaurio de color rosa que por vientre tenía a un reloj marcando las horas que había estado esperándola.
Emme's Codes

Jane Doe

jueves, 9 de julio de 2020

God’s gonna cut you down

Prompt:

Piensa en un mundo en el que las personas no pudieran tener contacto físico en público.

Miriam era hija de los tiempos en los que el frío se sentía por la distancia. La piel de su guante era la que tenía el privilegio de tocar la cara del rey grabada en la moneda que ordenaría el cambio de canción, sin embargo, nunca llegó a introducirla en la ranura para que otro nuevo himno fuera entonado. Dando un último toque a la máquina de tocadiscos, dejó que Johnny Cash siguiera diciendo que “God’s gonna cut you down” al tiempo que volvía a ocupar su taburete frente a la barra.

Con el brazo apoyado, comenzó a tamborilear los dedos sobre la superficie de madera, cuando una gota comenzó a caer por el vaso, haciendo que la rubia pareciera que llorara. Negó con la cabeza, borrando con rapidez aquella lágrima, y dio un largo trago hasta que sintió la totalidad de la cerveza asentarse en su estómago. Fue cuando descubrió la sonrisa amarilla del camarero bajo aquel bigote encerado de puntas afiladas que miraban hacia el techo.

—¿Otra? —se acercó a ella.

—Por favor —dijo en tono casi suplicante.

El recipiente había dibujado un aura de agua alrededor de una astilla que sobresalía entre las vetas de la barra. Fue un llamado de ángeles. Dobló sus dedos bajo la tela y eligió el pulgar para jugar con el pequeño trozo de madera. El guante le impedía notar su verdadera textura, el pinzamiento en su yema en caso de que siguiera apretando.

Miró a su alrededor sin dejar que su dedo parase aquella danza. El bar parecía un oasis en mitad del desierto que era la ley ya que, observase donde observase, ahí estaba: la piel con piel. El choque de manos entre dos amigos ante una buena jugada en la mesa de billar, el roce de dedos del camarero tendiendo la vuelta a otro cliente e incluso la pareja besándose. Miriam aspiró el aroma y pensó que así debía oler el cielo, a esa mezcla de colonias fuertes, alcohol, tabaco y al del sexo que llegaba desde los baños. En definitiva, al de personas compartiendo emociones mediante sensaciones físicas en un espacio tan pequeño como era aquel. El olor a humanidad que tanto había oído criticar a sus padres cuando era niña era su favorito.

¿Qué malo tendría acercarse al tipo que no paraba de mirarla desde que había entrado, charlar, bailar y acabar con él entre las sábanas de su cama, o mejor aún, sin tener que esperar tanto, e ir al asiento trasero de su coche, finalizando así una noche perfecta?

Una jarra nueva le hizo mirar al asiento vacío junto a ella. Ni siquiera era capaz de poder quitarse la prenda que cubría sus manos en un entorno donde a nadie le importaba contagiarse o asumir riegos peores, como el de ser atrapados y castigados por las autoridades. De hecho, nunca más había expuesto su piel frente a otros desde que todo cambió para siempre en aquel escenario tan parecido al de ahora.

La astilla comenzó a bailar a un ritmo frenético con su pulgar.

Porque había sido en un bar como ese, hacía ya dos años. Quizás no en uno que pareciera estar a punto de ser engullido por la suciedad acumulada como le ocurría al de ahora, pero uno donde también había habido buena música, una bóveda de humo de tabaco cubriendo sus cabezas y luces de neón. Recordó la forma de sus labios dibujando la sombra de una sonrisa que prometía muchas cosas, cómo había envidiado a los dardos cuando los agarró y ajustó entre sus dedos más grandes y largos, la buena puntería y, al final, la apuesta de un beso si la ganaba. La adrenalina por la expectación de lo buena que podría haber sido esa noche le hizo ignorar al televisor puesto de fondo con el presentador anunciando las cuantiosas recompensas que habría a quién señalara a aquellos que osaran a tener contacto físico.

Pues la enfermedad había seguido abriéndose paso pese a los intentos de contenerla, hasta que llegó el día en el que descubrieron que se contagiaba a través de los poros de la piel y que, por tanto, cualquier tipo de roce que implicara una conexión física directa, quedaba prohibido. Así fue cómo habían dejado aún más solos a los que sobrevivían en aquel extraño mundo.

Y porque siempre habrá anhelos que necesitan ser aplacados, muchos comenzaron a jugar a una ruleta rusa en la que la bala que los podría matar se convirtió en el órgano que ya no protegería más a sus cuerpos. Miriam estaba entre ellos. Y él.

Habían pasado dos años desde que ella había perdido la apuesta y se encontraba perdida en este otro local. Un tiempo en el que no había podido volver a estar con alguien y, casi, lo sentía más por las esperanzas hambrientas del hombre que no la quitaba ojo que por ella misma. Ya había jugado a su propia ruleta rusa donde la bala fueron otros labios que salieron disparados hasta dar con los de Miriam. Un beso que había sido suficiente para dar inicio al paso del cuerpo a la mente, y aunque quiso mucho más, nunca llegaron a alcanzar la noche juntos.

Ahora, sentada frente a la cerveza solitaria, sintió como un nudo en su garganta fue expandiéndose, provocando que su mentón temblara como si allí estuviera sucediendo un terremoto. Las lágrimas picaban en sus ojos. La danza paró y su pulgar buscó algo más. Sentir algo que no fuera un eco, un mero recuerdo; algo intenso como… Aquel beso. La astilla atravesó el cuero y rompió las hileras de su huella. Un punto fue creciendo ahí donde la sangre coloreaba la tela de su guante.

La llamada de una mujer que los vio buscarse el uno al otro en la calle, trajo consigo a la policía y los persiguieron hasta que no hubo otra salida que la de separarse. La última imagen de él que captaron sus retinas fue la de su figura haciéndose cada vez más pequeña en el espejo del retrovisor mientras era rodeada por destellos rojos y azules. Y hasta aquel día podía seguir escuchando sus palabras de despedida: “Mantente a salvo, escondida. No me busques, no me llames.”

—No me llames —repitió susurrando, pero sabía su número de memoria y estaba brillando en su mente como la luz de los neones que les habían rodeado entonces.

La rubia quedó intacta sobre la barra con un billete reposando a su lado. Abrió la puerta del bar y cerró la del coche. Los árboles pronto corrieron a su lado junto a las estrellas hasta que una cabina de teléfono fue iluminada por los faros. Porque quizás, en esa noche, cuando se quitara los guantes y sintiera el relieve de las teclas en sus dedos hasta marcar los números que continuaban en su mente, gracias a la moneda que dejó advirtiendo a Johnny Cash sobre los “God’s gonna cut you down”, la efigie de su rey podría hacer que, en ese día del presente, el himno nuevo entonado fuera el de su voz.

Un tono, dos tonos, tres…
Emme's Codes

Muchísimas gracias a Esteban Vázquez por haber plasmado el espíritu del relato en la ilustración que puedes ver más arriba. Síguele en Twitter para ver más obras suyas dando click ↠ aquí ↞.

Jane Doe

viernes, 10 de abril de 2020

¿A las ocho?

Prompt:

Cuarentena

Giró sobre sobre su cuerpo, provocando que los muelles de la cama vieja se quejaran. Miró a la cara al rostro más humano que sus ojos habían visto en semanas, si es que podía considerarse humana una gota de gotelé que se hallaba cerca de la esquina. “La Llorona”, le había bautizado en pensamientos, con sus formas picassianas, siendo el único consuelo que le ofrecía ver que había alguien, aunque fuera una mota en la pared, tuviera una cara peor de la que suponía que podría tener él.

La luz de la farola hacía rato que se había convertido en la invitada no deseada que, a través de las ranuras de la persiana mal cerrada, se colaba en la estancia. Su mente intentaba recordar cuántos días habían pasado desde que no salía de casa, convirtiéndose en una cuenta difícil de seguir porque apenas si podía diferenciar cuándo era de día y cuándo era de noche. Dormía cuando estaba cansado, dormía cuando estaba cansado de estar cansado y dormía por aburrimiento.

Solo se levantaba cuando su cuerpo se convertía en el traidor que le obligaba a ir al baño, o a por comida. A veces, valoraba la tentación de no moverse y esperar a que la vieja amiga con guadaña viniera a por él con la promesa de regalarle el que se le antojaba el mejor de los consuelos, o de crear, en sus sábanas, un collage de manchas de colores con sus propios fluidos corporales... No importaría mucho, de hecho, el olor con el que estaban impregnadas era ya suficiente mancillamiento y, se había convertido en tal presencia, que gobernaba más que la suya propia en el espacio que conformaba su dormitorio.

Había instantes en los que agradecía que fuera su propia peste el ancla que le sostenía en la deriva del mar que eran sus pensamientos. Así era cómo le gustaba imaginárselos: como olas que nacían en la alta mar como un susurro apenas notado y que crecían y crecían. Él era la isla, la pared del acantilado, y ellas al final le encontraban estallando contra él en un grito embravecido de espuma blanca, golpeando su muro de roca hasta que llegara el día que lo derribaran y su espíritu no fuera más que un recuerdo perdido. La psicóloga le había dicho que buscara algo a lo que aferrarse cuando sus recuerdos le encontraran como las olas al acantilado, cuando cada tic tac del reloj le ofrecía una imagen que arrancaría de su memoria con sus propias manos si pudiera.

Su amigo…

Edu…

Nunca hubiera imaginado que el minutero hiciera más ruido que el de las armas siendo disparadas, los llantos desesperados o el de una bomba estallando.

No, jamás habría un sonido como ése último. Ese eco jamás dejaría de taladrarle los tímpanos, como si siguiera ocurriendo cada segundo de su miserable existencia. Como si Edu desapareciera y apareciera una y otra vez. Como si muriera en una espiral que caía y volvía desde el infinito.

Había escuchado decir a su jefe que la imagen de la muerte de su compañero y mejor amigo había quedado grabada en su cámara. Y Juan dijo que esa secuencia la habían sacado en el telediario, pero recortando el final de la cinta. Vomitó hasta la primera papilla cuando se enteró. “¡Hijos de puta!” pensó “¿¡Cómo han podido utilizar los últimos segundos de vida de Edu por unos puntos de share!?” 

Y desde entonces, no quería saber nada del ser humano. ¡Qué se pudriera si así era preciso! Él convertiría su lecho en el de su muerte y, con suerte, caería en el olvido y nadie haría un lamento falso por él.

Volviéndose a girar en su cama, apartó la mirada de la Llorona antes de echar un último vistazo al techo. Cerró los ojos, secos de lágrimas, y comenzó a pedir porque su alma se despegara de su cuerpo cuando consiguiera dormirse.

Silencio.

Estalla.

Las balas que precedieron a la bomba vuelven a llegar a él y otra vez estaba en Siria, en aquel infierno sobre la tierra. Sin embargo, su oído comenzó a agudizarse y la espalda volvió a sentir el colchón blando bajo ella. Aquello no eran disparos. Eran… ¿aplausos?

Se levantó como un resorte, reuniendo toda la energía que creía en un coma profundo para salir del dormitorio y dirigirse al salón. El frío mordía las plantas de sus pies descalzos, pero lo ignoró, como así también hizo con la estela de motas de polvo que se abrían a su paso para luego volver a flotar tranquilas en el aire similar al de una tormenta que ya había pasado. El televisor que recogía los fotogramas que él antes grababa, reflejó su silueta bajo aquella capa que hacía que el gris fuera el nuevo negro, haciendo que su cuerpo se desfigurara en el recuadro de 65 pulgadas. Había sido como un rayo, visto y no visto, como el fantasma de esos programas frikis que no ha podido ser grabado, pero sí sentido. Y es cuando la piel sudorosa de su mano tocó la manilla de la puerta de la terraza, que escuchó:

—¡Vamos! ¡Juntos podemos!

Instintivamente, ese muro de defensa que había levantado, volvió a erigirse más fuerte, aprisionándole, empujando para que huyera por una voz que no conocía y que era una amenaza, pero la rabia que sentía porque alguien le hubiera hecho volver a sentirse en territorio hostil le quemaba los pulmones y, por qué no, quería descargar su furia y frustración.

El aire gélido de la calle le dio la bienvenida cuando vio a una chica en la terraza de enfrente aplaudiendo como si no hubiera un mañana. Debía ser la que utilizaba la cuerda del tendero que salía desde el bajo de la ventana de su cocina y que él nunca usaba. De hecho, nunca había prestado demasiada atención a aquella vecina porque solía viajar tanto por su trabajo como reportero gráfico que, incluso, siete años después de mudarse, cada vez que se cruzaba con alguien en su bloque, le preguntaba si era nuevo en la urbanización.

El pensamiento de “bueno, parece que no soy el único loco” que pasó por su cabeza se vio interrumpido cuando la vecina percibió su presencia.

—¡Pero aplaude, hombre! —le instó con una sonrisa mientras ella continuaba haciéndolo como una posesa-. ¡Vamos que se puede! —gritó.

Y él, como un pasmarote que no entendía nada, pero contagiado por su espíritu enérgico, de repente, chocó sus manos una vez, dos, tres veces… hasta que entonces, también estaba aplaudiendo.

—Esto… —volver a poner en funcionamiento sus cuerdas vocales tras el desuso, era como volver a arrancar un coche que llevaba mucho tiempo parado—. ¿Qué estamos haciendo?

La chica le volvió a mirar como si de repente hubiera visto a un extraterrestre.

—¿No te has enterado? —dijo ladeando su cabeza y arrugando la nariz—. Homenajear a los médicos, los policías, los que trabajan en la limpieza, los reporteros… Ya sabes —se encogió de hombros para luego llevarse dos dedos a la boca y comenzar a silbar.

—¿Reporteros? —dijo dándose por aludido ante la alarma que había despertado esa palabra en él—. ¿Qué ha pasado?, ¿estamos en guerra? —intentó no sonar muy alterado.

—No sabía que la casa frente a la mía era una cueva. ¿No me digas que eres de esos anti tecnología? —rio jovialmente—. El coronavirus, ¿qué va a ser si no?

—¿El corona-qué? —se encontró incapaz de pronunciar aquella nueva palabra en su propio diccionario.

Si la chica pensó que era un loco, agradeció ínfimamente que lo disimulara y no le tratara como al paciente del expediente nº 8452 que necesitaba medicación para digerir que su mejor amigo había muerto frente a su objetivo y que él salió vivo sin apenas un rasguño.

—El virus que está dando tanta guerra —al solo obtener silencio de su parte, continuó—. La pandemia que ha sido declarada —“Dios santo, ¿tanto se había perdido?”—. Así que ahora, hay que salir todos los días a las ocho para aplaudir por todos los que están luchando ahí fuera, mientras el resto de los mortales nos quedamos confinados en casa por orden del presi —negó con la cabeza—. Madre mía, me siento como una verdadera inútil no pudiendo hacer más que quedarme aquí… ¿No te pasa?

Tragó saliva y notó como los ojos escocían porque no es que se sintiera como un verdadero inútil, sino que sabía que lo era. No pudo evitar la muerte de Edu y en el laberinto de su autoflagelación y odio a sí mismo, se había perdido lo que estaba sucediendo.

—Sí… —pronunció esa única palabra como la que recogía todo lo que pasaba por su cabeza.

La chica se apoyó en la barandilla y le estudió por un rato que se le antojó interminable.

—Mañana voy a salir al super a comprar lo necesario —comentó al fin. Ante el alzamiento de su ceja, volvió a hablar—. Es para lo poco que podemos salir. Si necesitas algo…

—No, yo estoy bien —aclaró rápidamente.

Lo último que le apetecía era deber favores, o que alguien tuviera la empatía suficiente como para tener un detalle como ese cuando hasta hacía un rato había deseado la muerte a todos los de su especie. ¡Curiosa paradoja entonces que hubiera una pandemia!

—Genial —respondió ella enderánzose y mirando a un punto indefinido en la nada—. Sé que cuando cuentan aquello de lo de “la vecina de al lado que va a pedirte sal” parece otra cosa, pero bueno… —volvió a mirarlo y suspiró—. Aquí estoy yo para bajar todo erotismo de una —rió de repente de algún chiste que él se había perdido—. ¿No te sobrará algún rollo de papel higiénico?

—¿Qué? —exclamó anonadado por la clase de pregunta que era esa.

—¿Te puedes creer que en el fin del mundo es lo primero con lo que ha arramplado la gente? —había un tono divertido en su voz que no lograba disfrazar la indignación—. Voy a denunciar a Hollywood por haberme creado otras expectativas.

Y un sonido, que ya no recodaba, resonó. Era una carcajada. Su carcajada. Había creído que ya no podría reír nunca más y, sin embargo… Lo había hecho.

—Creo que por ahí tengo alguno —anunció cuando el shock había pasado para alivio de la vecina que pareció que había dejado de soportar un peso enorme sobre sus hombros.

Cuando se volvió para entrar a casa y coger un par de rollos, aquel simple hecho se convirtió en una nueva misión que le mantuvo tan concentrado y con tanto propósito, que apenas si se fijó en el estado en el que se encontraban las baldosas, tanto del suelo como de la pared, del baño. Fue de refilón, antes de salir, que se dio cuenta y pensó que, quizás, al día siguiente podría limpiar un poco el lugar donde se suponía que debía cuidar su higiene.

Al volver al balcón, lanzó la mercancía a la vecina.

—¡Gracias! —dijo sopesándolos para luego guardándoselos bajo el brazo—. Eres mi nuevo superhéroe.

—¿Superhéroe? —repitió.

Porque de todas las cosas, la última que esperaba, era que le llamasen “superhéroe”.

—Por cierto, me llamo Eva—se presentó al tiempo que comenzaba a volverse hacia la puerta abierta de su terraza.

—Yo Sebas.

—Encantada, Sebas —sonrió—. ¿Quedamos mañana a las ocho?
Emme's Codes
Jane Doe

sábado, 14 de marzo de 2020

Netflix

ESCRIBE UN MICRORRELATO
Y así es como el océano mece su cuerpo, cuando el azul de su mirada se ha unido con el del cielo.

Sus cuerdas vocales aún emiten una ligera vibración que busca crear el hechizo; ése que antaño había atraído a tantos hombres. Incluso algunos habían vivido una odisea por ella. Ahora, ninguno la escucha, ni uno navega con su barco pasando cerca de su casa.

Sin pensar en su desgracia, se pregunta si es verdad que el nuevo amor que ya nunca conocerá está engordando mientras ve Netflix, o si es una pantalla pequeña entre sus manos la que le ha quitado todo su deseo.

Y cuando la noche llega y apaga el brillo de sus escamas, las olas intentan devolverla a su hogar.

Ya es tarde.

Nunca sabrá que el amor que la ha maldecido, por fin, la conoce viendo por primera vez su imagen entre capítulo y capítulo de su serie favorita.


El telediario comienza: “Hito histórico: Una sirena auténtica ha sido hallada muerta en la playa.


  Relato a iniciativa del siguiente tweet:

        
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Jane Doe

martes, 8 de octubre de 2019

Writober 2019: Espíritu - 08/10/2019

Espíritu
SilencioParecía decir la noche. 

ilencioGritaba.

Las estrellas ausentes habían dejado sola a una luna llena arropada por un manto de nubes. En otros tiempos, hubiera sido la luna el faro que iluminaba en la marea oscura de la noche, pero en estos de hoy en día, se veía eclipsada por las diferentes luces de neón que dibujaban a la ciudad. Desde la posición de la mayor de las perlas de la bóveda que cubre el hogar de cada una de las criaturas que pisan la tierra, se podría decir que las estrellas habían descendido y ahora el cielo estaba abajo y no arriba. De alguna manera, era como si co-existiesen dos cielos como dos mundos recorriendo la misma órbita del mismo sistema, pero condenados a nunca encontrarse.

Había una pared donde no correspondía. Era de pintura blanca desconchada, acompañada por unas pinceladas de humedad que le hacían lucir como una vieja acuarela abstracta. Y donde debía de haber una pared de paneles de madera fundiéndose en el color cálido de las llamas de los candelabros, no se hallaba nada. 

Flotaba en pasos no dados mientras el velo caía. Fue a la cocina; y contempló a una mujer y a una niña que no conocía. ¿Serían nuevas en el servicio? La mayor cocinaba mientras la pequeña estaba sentada a la mesa comiendo.

¡Ummm! exclamó al probar un bocado del pastel recién hecho.

En el vacío que tenía por estómago, se desató una vorágine de repulsa y, a su vez, de un deseo que ya nunca jamás podría ser consumido. 

La vieja madera de los peldaños no crujió bajo sus pies, aunque las vetas que le hacían lucir como la piel de un anciano la reconocían con un mudo saludo. A sus pensamientos vinieron las veces que subió y bajó aquellas escaleras: corriendo, con desgana, aparentando… Recuerdos que se mostraban con una neblina que le hacía perderse en el tiempo, pero aún tan vívidos como si estuvieran pasando ahora mismo. 

Y cuando llegó al nuevo piso no vio a los grandes retratos de hombres y mujeres con miradas inquisidoras que siempre le habían atemorizado, sino que, en su lugar, había un triste y solitario pequeño cuadro con un paisaje tan aleatorio e impersonal que no invitaba a querer hundirse en él para perderse y descubrir qué secretos guardaba. 

Cuando pasó por la puerta de una de las habitaciones, no recordaba cuál por mucho que quisiera, escuchó la voz de un hombre que hizo que se detuviera para espiar, aún sabiendo que eso estaba mal por mucho que su institutriz le regañara, aunque siempre era la primera en hacerlo cuando llegaban visitas importantes.

Ajá dijo hablando solo. Eeeeh… entonces se fijó que en su mano portaba un objeto extraño que iluminaba la mitad de su cara al tenerlo pegado a su oreja izquierda. Sí, pero sin piña. Jamás te fíes de las personas que comen piña en la pizza…

Negó con la cabeza al verse incapaz de entender tan extraño idioma por mucho que comprendiera el significado de cada una de las palabras. 

Regresando al pasillo, reconoció a su ventana favorita pero vestida con un cristal más grueso del que había en su memoria. Se acercó a ella, pues siempre había sido la que mejor vistas ofrecía, para acariciar el marco cuando se percató de que en algún momento también lo habían cambiado para ser de frío acero. La confusión poco a poco estaba devorando sus entrañas. 

¡Ufff! escuchó tras el muro que separaba aquel descansillo de las paredes de su dormitorio—. ¿¡Cuántas veces te he dicho que esto no es Estados Unidos!? ¡Halloween no se debería celebrar aquí!

¿Halloween? ¿Estados Unidos? Cuando quiso entrar para averiguar quién diantres estaba en su dormitorio y con qué permiso se había atrevido a invadir de tal manera su privacidad, un reflejo dorado cegó sus ojos por unos instantes. 

Fue entonces, cuando cada uno de los vellos en su cuerpo se erizó. Algo se acercaba, lo sabía, y a medida que lo hacía, era más difícil de ignorar. Podía escuchar dentro de las paredes pequeñas estampidas, como de ratas o cualquier animalillo siendo más listo que ella por huir de lo que se avecinaba. Los tentáculos del miedo aprisionándola por momentos en una cárcel de barrotes invisibles. Y esa tristeza ahogándola… ¿De dónde venía? 

Apretó los ojos y rezó con el sudor cayéndole por el hueco de su nuca. Cuando de repente el silencio se coronó rey, reunió el suficiente valor para mirar a la autora de tal reflejo dorado como un rayo que precede a la tormenta: una placa colgada frente a ella. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de pánico que nació de lo más profundo de su ser cuando leyó:

Aquí estuvo el palacio donde vivió doña Isabel Tormes, duquesa de Arcos del Río. En él murió el 28 de enero de 1904.

Entonces… ¿Estaba muerta?
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Jane Doe

jueves, 15 de agosto de 2019

La Olympia de Jane Doe


El concierto que dio la tormenta durante la noche había dejado el aroma de la tierra mojada como una presencia más en aquellos bosques. Los rayos de sol también acompañaban reflejando las pinceladas de colores que otorgaban las hojas con su paleta de colores de un otoño temprano. 

Sus pisadas hacían crujir los guijarros hasta que el sonido se detuvo cuando sus pies así lo hicieron también. Frente a ella, siendo abrazada por hierbas y tallos, estaba siendo coronada por últimas flores silvestres de la estación del estío.

Olympia.

Una vieja máquina de escribir otrora abandonada que aún prometía ser el instrumento que haría cobrar vida a nuevas historias.

¿Y qué soy yo más que otro instrumento como ella? Susurrada por las musas, las escucho para traer a esta realidad otras que me cuentan al oído.

¿Y quién soy yo? Alguien sin nombre que hace de ello su nombre.

Jane Doe.
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