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viernes, 4 de diciembre de 2020

Coincidencia: las dos caras de un cuento

Cruz: El borrador

Es curioso cómo juega el destino. Es como un niño que tan solo necesita unir dos piezas para que la magia comience a fluir, pero a esto a algunos les gusta llamarlo coincidencia.

Pues era coincidencia que un día había dos niñas en un parque que comenzaba a despertar por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago siendo con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también había agua. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —anunció con una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose atónita, buscó con sus ojos a la madre de su compañera, a la que encontró sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó intentando seguir el ritmo de su amiga.

Lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo? —dijo con inocente maldad.

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual que los conejos que criaba su abuela parecía ser otra coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que lo tiró —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿A ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me diera nada por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía unos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y el que sí voló de verdad fue un diente, su paleta en concreto, lo que disgustó muchísimo a su madre que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre logró teñir buena parte de la nieve, cosa que hizo que la otra niña se pusiera a llorar por ella y por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada en encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar en camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —dijo enfurruñada antes de salir corriendo.

Y así siguió hasta que las figuras de los otros padres, abuelos y niños fueron del tamaño de las hormigas. Era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo. Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó a la carrera por el parque salpicando sus zapatos de barro y escuchando el crujido al pisar la nieve que aún se resistía. No hizo caso al llamado de su amiga y el de su madre que comenzaba a gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede ignorar el cosquilleo que despierta al cuerpo cuando el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar donde la abuela de Adela la Coneja ya se despedía, junto a una papelera había un objeto al que sol le arrancaba un brillo a su color rosado y que parecía señalar “aquí está”. Cuando sus pies por fin pararon frente a él, descubrió a un dinosaurio de color rosa que le sonría sin que le faltase ni un diente, al contrario que ella, y que en su vientre tenía un reloj que marcaba las horas que parecía haberla estado esperando.

La otra niña comenzó a deshacerse en lágrimas por algo que aún no comprendía: la fe inquebrantable había acompañado a su amiga desde que se encontrara la semana pasada con dos euros, pues hizo que comprendiera que quién juega con el destino a encontrar, encuentra. Así envió al Ratoncito Pérez a que le diera su regalo. Y es que, si Adela la Coneja no hubiera tenido los dientes tan grandes como los conejos que criaba su abuela, que al caérsele uno fue imposible ponerlo bajo la almohada, no le hubieran entregado en el parque un regalo que no le gustó y tiró. Y si la niña no hubiese sido tan insistente en volar como un pájaro hasta olvidarse de cómo aterrizar, su diente tampoco se hubiera caído, su madre no le hubiera castigado y el Ratoncito Pérez no hubiese dejado allí, junto a la papelera, un dinosaurio rosa sonriente con un reloj que aún marcaba las horas en su estómago.

Coincidencia lo llaman.
Cara: El cuento
Había dos niñas en el parque que despertaba por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también estaba el líquido elemento. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —y dibujó con los labios una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose perpleja, buscó a la madre de su amiga para encontrarla sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó a la vez que intentaba seguir el ritmo de su amiga.

La otra lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo?

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual de gigantes que los de los conejos que criaba su abuela, parecía tratarse de algo más que una coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que se lo dio a su abuela —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿Y a ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me trajera ninguna cosa por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía escasos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y lo que sí logró volar de verdad fue su diente, la paleta en concreto, haciéndo que su madre se disgustara muchísimo ya que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre tiñió de tal manera a la nieve, que la otra niña lloró ante el horror de aquella imagen y también por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada por encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y, en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana para conjurar un hechizo. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar de camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a ir a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —enfurruñada, salió antes de que la volviera a contestar.

Su carrera no acabó aunque las figuras de los otros padres, abuelos y niños adquirieran el tamaño de las hormigas. Y es que era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo.

Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó recorriendo el parque salpicando sus botas de barro en cada charco que cruzaba y escuchando el crujido al pisar la poca nieve que aún se resistía a derretirse. Ignoró el llamado de su amiga y el de su madre, cuya voz a esas alturas atrevesaba las copas de los pinos al gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede pasar por alto el cosquilleo que despierta al cuerpo avisando de que el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar de donde la abuela de Adela la Coneja se alejaba para volver a casa a seguir cuidando de sus conejos, junto a una papelera había algo extraño al que sol le arrancaba un brillo como si señalara aquí está. Sus pies, por fin, frenaron hasta parar, y su sonrisa sin paleta se vio correspondida por otra a la que no le faltaba ni un diente.

Aquella sonrisa perfecta pertenecía nada más ni nada menos que a un pequeño dinosaurio de color rosa que por vientre tenía a un reloj marcando las horas que había estado esperándola.

Emme's Codes

¿CUÁL TE GUSTA MÁS? ¿CARA O CRUZ?

Jane Doe

viernes, 27 de noviembre de 2020

Coincidencia

Prompt:

Escribe un relato a partir del juguete que más quisiste.

Había dos niñas en el parque que despertaba por el comienzo de la primavera. A pesar de que este espacio de recreo era abrazado por la altura de las montañas, la nieve derritiéndose lo convertía en un archipiélago con sus caminos de tierra siendo invadidos por el agua. Y más, mucha más agua había. Las gotas que cubrían el verde de los pinos multiplicaban su olor como la recién aprendida tabla del 9. 9x9 es 81, un número tan grande como el impulso que cogían para elevarse más y más alto en los columpios.

Ahí, por supuesto, también estaba el líquido elemento. Una de las pequeñas había sido más precavida al pedirle a su padre el periódico que había comprado en el quiosco de la esquina, para que el asiento del balancín no le mojara la ropa. A la otra, poco parecía importarle que otros niños pudieran señalarla, riéndose, porque llevase su trasero como si se hubiera hecho pis encima. La primera miraba con asombro a la segunda no solo por eso, sino también por cómo empujaba al aire con toda la fuerza de sus piernas que, cubiertas por leotardos azules, apuntaban más hacia el cielo cada vez que las balanceaba.

—Voy a volar como un pájaro —y dibujó con los labios una sonrisa a la que le faltaba un diente.

Quedándose perpleja, buscó a la madre de su amiga para encontrarla sentada en un banco mientras charlaba con la abuela de Adela la Coneja.

—¿Crees que a Adela le habrá dejado el Ratoncito Pérez un regalo tan grande como sus piños? —preguntó a la vez que intentaba seguir el ritmo de su amiga.

La otra lo consideró por un momento.

—Tiene que caber debajo de la almohada —se encogió de hombros.
—¿El diente o el regalo?

Ambas rieron porque que Adela tuviera los dientes igual de gigantes que los de los conejos que criaba su abuela, parecía tratarse de algo más que una coincidencia.

—Me dijo que no le gustó el regalo y que se lo dio a su abuela —explicó dejando que el columpio se moviera por inercia propia.
—¿Y a ti que te trajo?
—Nada —contestó sin una pizca de enfado o tristeza—. Mi madre habló con el Ratoncito Pérez para decirle que no me trajera ninguna cosa por haberla desobedecido. Además, no encontramos el diente, así que…

Hacía escasos días, en su ímpetu por “volar como un pájaro”, finalmente lo había logrado… olvidándose por completo de la parte en la que tenía que aterrizar. Cayó de boca contra el suelo y lo que sí logró volar de verdad fue su diente, la paleta en concreto, haciéndo que su madre se disgustara muchísimo ya que no había parado de advertirle que no fuera tan bestia. La sangre tiñió de tal manera a la nieve, que la otra niña lloró ante el horror de aquella imagen y también por su amiga que, de hecho, se mostró más preocupada por encontrar su diente para dárselo al Ratoncito Pérez.

—No pasa nada —decía con tranquilidad—. Ya me saldrá otro.

Pusieron fin al rato en los columpios para entonces convertirse en brujas que conjuraban junto a un caldero que no era más que uno de los charcos en el camino principal del parque y, en el que al que tirar hojas, ramitas y piedras era como si fuesen ojos de sapo y patas de rana para conjurar un hechizo. Invocaron al Ratoncito Pérez para que ignorara la prohibición hecha por la madre y dejara un regalo por el diente perdido.

—No creo que traiga aquí nada.
—Sí lo hará porque debía de estar de camino para entregármelo hasta que mi madre lo detuvo por no haberla hecho caso. Seguro que le dijo que no había diente también, así que voy a ir a buscarlo ahora mismo —dijo incorporándose.
—Aquí no vas a encontrar nada —continuó advirtiendo la otra niña con el eco de la voz de un adulto sonando entre aquellas palabras.
—La semana pasada me encontré dos euros —enfurruñada, salió antes de que la volviera a contestar.

Su carrera no acabó aunque las figuras de los otros padres, abuelos y niños adquirieran el tamaño de las hormigas. Y es que era empujada por una verdad como lo era el aire por sus piernas en el columpio: sabía que encontraría su regalo.

Sin saber qué más hacer o a dónde dirigirse, pero con el firme convencimiento como compañero, continuó recorriendo el parque salpicando sus botas de barro en cada charco que cruzaba y escuchando el crujido al pisar la poca nieve que aún se resistía a derretirse. Ignoró el llamado de su amiga y el de su madre, cuya voz a esas alturas atrevesaba las copas de los pinos al gritar que fuera más despacio y no se alejara más.

Pero no se puede pasar por alto el cosquilleo que despierta al cuerpo avisando de que el destino ha comenzado a jugar también, porque dirigiéndose cerca del lugar de donde la abuela de Adela la Coneja se alejaba para volver a casa a seguir cuidando de sus conejos, junto a una papelera había algo extraño al que sol le arrancaba un brillo como si señalara aquí está. Sus pies, por fin, frenaron hasta parar, y su sonrisa sin paleta se vio correspondida por otra a la que no le faltaba ni un diente.

Aquella sonrisa perfecta pertenecía nada más ni nada menos que a un pequeño dinosaurio de color rosa que por vientre tenía a un reloj marcando las horas que había estado esperándola.
Emme's Codes

Jane Doe

jueves, 9 de julio de 2020

God’s gonna cut you down

Prompt:

Piensa en un mundo en el que las personas no pudieran tener contacto físico en público.

Miriam era hija de los tiempos en los que el frío se sentía por la distancia. La piel de su guante era la que tenía el privilegio de tocar la cara del rey grabada en la moneda que ordenaría el cambio de canción, sin embargo, nunca llegó a introducirla en la ranura para que otro nuevo himno fuera entonado. Dando un último toque a la máquina de tocadiscos, dejó que Johnny Cash siguiera diciendo que “God’s gonna cut you down” al tiempo que volvía a ocupar su taburete frente a la barra.

Con el brazo apoyado, comenzó a tamborilear los dedos sobre la superficie de madera, cuando una gota comenzó a caer por el vaso, haciendo que la rubia pareciera que llorara. Negó con la cabeza, borrando con rapidez aquella lágrima, y dio un largo trago hasta que sintió la totalidad de la cerveza asentarse en su estómago. Fue cuando descubrió la sonrisa amarilla del camarero bajo aquel bigote encerado de puntas afiladas que miraban hacia el techo.

—¿Otra? —se acercó a ella.

—Por favor —dijo en tono casi suplicante.

El recipiente había dibujado un aura de agua alrededor de una astilla que sobresalía entre las vetas de la barra. Fue un llamado de ángeles. Dobló sus dedos bajo la tela y eligió el pulgar para jugar con el pequeño trozo de madera. El guante le impedía notar su verdadera textura, el pinzamiento en su yema en caso de que siguiera apretando.

Miró a su alrededor sin dejar que su dedo parase aquella danza. El bar parecía un oasis en mitad del desierto que era la ley ya que, observase donde observase, ahí estaba: la piel con piel. El choque de manos entre dos amigos ante una buena jugada en la mesa de billar, el roce de dedos del camarero tendiendo la vuelta a otro cliente e incluso la pareja besándose. Miriam aspiró el aroma y pensó que así debía oler el cielo, a esa mezcla de colonias fuertes, alcohol, tabaco y al del sexo que llegaba desde los baños. En definitiva, al de personas compartiendo emociones mediante sensaciones físicas en un espacio tan pequeño como era aquel. El olor a humanidad que tanto había oído criticar a sus padres cuando era niña era su favorito.

¿Qué malo tendría acercarse al tipo que no paraba de mirarla desde que había entrado, charlar, bailar y acabar con él entre las sábanas de su cama, o mejor aún, sin tener que esperar tanto, e ir al asiento trasero de su coche, finalizando así una noche perfecta?

Una jarra nueva le hizo mirar al asiento vacío junto a ella. Ni siquiera era capaz de poder quitarse la prenda que cubría sus manos en un entorno donde a nadie le importaba contagiarse o asumir riegos peores, como el de ser atrapados y castigados por las autoridades. De hecho, nunca más había expuesto su piel frente a otros desde que todo cambió para siempre en aquel escenario tan parecido al de ahora.

La astilla comenzó a bailar a un ritmo frenético con su pulgar.

Porque había sido en un bar como ese, hacía ya dos años. Quizás no en uno que pareciera estar a punto de ser engullido por la suciedad acumulada como le ocurría al de ahora, pero uno donde también había habido buena música, una bóveda de humo de tabaco cubriendo sus cabezas y luces de neón. Recordó la forma de sus labios dibujando la sombra de una sonrisa que prometía muchas cosas, cómo había envidiado a los dardos cuando los agarró y ajustó entre sus dedos más grandes y largos, la buena puntería y, al final, la apuesta de un beso si la ganaba. La adrenalina por la expectación de lo buena que podría haber sido esa noche le hizo ignorar al televisor puesto de fondo con el presentador anunciando las cuantiosas recompensas que habría a quién señalara a aquellos que osaran a tener contacto físico.

Pues la enfermedad había seguido abriéndose paso pese a los intentos de contenerla, hasta que llegó el día en el que descubrieron que se contagiaba a través de los poros de la piel y que, por tanto, cualquier tipo de roce que implicara una conexión física directa, quedaba prohibido. Así fue cómo habían dejado aún más solos a los que sobrevivían en aquel extraño mundo.

Y porque siempre habrá anhelos que necesitan ser aplacados, muchos comenzaron a jugar a una ruleta rusa en la que la bala que los podría matar se convirtió en el órgano que ya no protegería más a sus cuerpos. Miriam estaba entre ellos. Y él.

Habían pasado dos años desde que ella había perdido la apuesta y se encontraba perdida en este otro local. Un tiempo en el que no había podido volver a estar con alguien y, casi, lo sentía más por las esperanzas hambrientas del hombre que no la quitaba ojo que por ella misma. Ya había jugado a su propia ruleta rusa donde la bala fueron otros labios que salieron disparados hasta dar con los de Miriam. Un beso que había sido suficiente para dar inicio al paso del cuerpo a la mente, y aunque quiso mucho más, nunca llegaron a alcanzar la noche juntos.

Ahora, sentada frente a la cerveza solitaria, sintió como un nudo en su garganta fue expandiéndose, provocando que su mentón temblara como si allí estuviera sucediendo un terremoto. Las lágrimas picaban en sus ojos. La danza paró y su pulgar buscó algo más. Sentir algo que no fuera un eco, un mero recuerdo; algo intenso como… Aquel beso. La astilla atravesó el cuero y rompió las hileras de su huella. Un punto fue creciendo ahí donde la sangre coloreaba la tela de su guante.

La llamada de una mujer que los vio buscarse el uno al otro en la calle, trajo consigo a la policía y los persiguieron hasta que no hubo otra salida que la de separarse. La última imagen de él que captaron sus retinas fue la de su figura haciéndose cada vez más pequeña en el espejo del retrovisor mientras era rodeada por destellos rojos y azules. Y hasta aquel día podía seguir escuchando sus palabras de despedida: “Mantente a salvo, escondida. No me busques, no me llames.”

—No me llames —repitió susurrando, pero sabía su número de memoria y estaba brillando en su mente como la luz de los neones que les habían rodeado entonces.

La rubia quedó intacta sobre la barra con un billete reposando a su lado. Abrió la puerta del bar y cerró la del coche. Los árboles pronto corrieron a su lado junto a las estrellas hasta que una cabina de teléfono fue iluminada por los faros. Porque quizás, en esa noche, cuando se quitara los guantes y sintiera el relieve de las teclas en sus dedos hasta marcar los números que continuaban en su mente, gracias a la moneda que dejó advirtiendo a Johnny Cash sobre los “God’s gonna cut you down”, la efigie de su rey podría hacer que, en ese día del presente, el himno nuevo entonado fuera el de su voz.

Un tono, dos tonos, tres…
Emme's Codes

Muchísimas gracias a Esteban Vázquez por haber plasmado el espíritu del relato en la ilustración que puedes ver más arriba. Síguele en Twitter para ver más obras suyas dando click ↠ aquí ↞.

Jane Doe