jueves, 9 de julio de 2020

God’s gonna cut you down

Prompt:

Piensa en un mundo en el que las personas no pudieran tener contacto físico en público.

Miriam era hija de los tiempos en los que el frío se sentía por la distancia. La piel de su guante era la que tenía el privilegio de tocar la cara del rey grabada en la moneda que ordenaría el cambio de canción, sin embargo, nunca llegó a introducirla en la ranura para que otro nuevo himno fuera entonado. Dando un último toque a la máquina de tocadiscos, dejó que Johnny Cash siguiera diciendo que “God’s gonna cut you down” al tiempo que volvía a ocupar su taburete frente a la barra.

Con el brazo apoyado, comenzó a tamborilear los dedos sobre la superficie de madera, cuando una gota comenzó a caer por el vaso, haciendo que la rubia pareciera que llorara. Negó con la cabeza, borrando con rapidez aquella lágrima, y dio un largo trago hasta que sintió la totalidad de la cerveza asentarse en su estómago. Fue cuando descubrió la sonrisa amarilla del camarero bajo aquel bigote encerado de puntas afiladas que miraban hacia el techo.

—¿Otra? —se acercó a ella.

—Por favor —dijo en tono casi suplicante.

El recipiente había dibujado un aura de agua alrededor de una astilla que sobresalía entre las vetas de la barra. Fue un llamado de ángeles. Dobló sus dedos bajo la tela y eligió el pulgar para jugar con el pequeño trozo de madera. El guante le impedía notar su verdadera textura, el pinzamiento en su yema en caso de que siguiera apretando.

Miró a su alrededor sin dejar que su dedo parase aquella danza. El bar parecía un oasis en mitad del desierto que era la ley ya que, observase donde observase, ahí estaba: la piel con piel. El choque de manos entre dos amigos ante una buena jugada en la mesa de billar, el roce de dedos del camarero tendiendo la vuelta a otro cliente e incluso la pareja besándose. Miriam aspiró el aroma y pensó que así debía oler el cielo, a esa mezcla de colonias fuertes, alcohol, tabaco y al del sexo que llegaba desde los baños. En definitiva, al de personas compartiendo emociones mediante sensaciones físicas en un espacio tan pequeño como era aquel. El olor a humanidad que tanto había oído criticar a sus padres cuando era niña era su favorito.

¿Qué malo tendría acercarse al tipo que no paraba de mirarla desde que había entrado, charlar, bailar y acabar con él entre las sábanas de su cama, o mejor aún, sin tener que esperar tanto, e ir al asiento trasero de su coche, finalizando así una noche perfecta?

Una jarra nueva le hizo mirar al asiento vacío junto a ella. Ni siquiera era capaz de poder quitarse la prenda que cubría sus manos en un entorno donde a nadie le importaba contagiarse o asumir riegos peores, como el de ser atrapados y castigados por las autoridades. De hecho, nunca más había expuesto su piel frente a otros desde que todo cambió para siempre en aquel escenario tan parecido al de ahora.

La astilla comenzó a bailar a un ritmo frenético con su pulgar.

Porque había sido en un bar como ese, hacía ya dos años. Quizás no en uno que pareciera estar a punto de ser engullido por la suciedad acumulada como le ocurría al de ahora, pero uno donde también había habido buena música, una bóveda de humo de tabaco cubriendo sus cabezas y luces de neón. Recordó la forma de sus labios dibujando la sombra de una sonrisa que prometía muchas cosas, cómo había envidiado a los dardos cuando los agarró y ajustó entre sus dedos más grandes y largos, la buena puntería y, al final, la apuesta de un beso si la ganaba. La adrenalina por la expectación de lo buena que podría haber sido esa noche le hizo ignorar al televisor puesto de fondo con el presentador anunciando las cuantiosas recompensas que habría a quién señalara a aquellos que osaran a tener contacto físico.

Pues la enfermedad había seguido abriéndose paso pese a los intentos de contenerla, hasta que llegó el día en el que descubrieron que se contagiaba a través de los poros de la piel y que, por tanto, cualquier tipo de roce que implicara una conexión física directa, quedaba prohibido. Así fue cómo habían dejado aún más solos a los que sobrevivían en aquel extraño mundo.

Y porque siempre habrá anhelos que necesitan ser aplacados, muchos comenzaron a jugar a una ruleta rusa en la que la bala que los podría matar se convirtió en el órgano que ya no protegería más a sus cuerpos. Miriam estaba entre ellos. Y él.

Habían pasado dos años desde que ella había perdido la apuesta y se encontraba perdida en este otro local. Un tiempo en el que no había podido volver a estar con alguien y, casi, lo sentía más por las esperanzas hambrientas del hombre que no la quitaba ojo que por ella misma. Ya había jugado a su propia ruleta rusa donde la bala fueron otros labios que salieron disparados hasta dar con los de Miriam. Un beso que había sido suficiente para dar inicio al paso del cuerpo a la mente, y aunque quiso mucho más, nunca llegaron a alcanzar la noche juntos.

Ahora, sentada frente a la cerveza solitaria, sintió como un nudo en su garganta fue expandiéndose, provocando que su mentón temblara como si allí estuviera sucediendo un terremoto. Las lágrimas picaban en sus ojos. La danza paró y su pulgar buscó algo más. Sentir algo que no fuera un eco, un mero recuerdo; algo intenso como… Aquel beso. La astilla atravesó el cuero y rompió las hileras de su huella. Un punto fue creciendo ahí donde la sangre coloreaba la tela de su guante.

La llamada de una mujer que los vio buscarse el uno al otro en la calle, trajo consigo a la policía y los persiguieron hasta que no hubo otra salida que la de separarse. La última imagen de él que captaron sus retinas fue la de su figura haciéndose cada vez más pequeña en el espejo del retrovisor mientras era rodeada por destellos rojos y azules. Y hasta aquel día podía seguir escuchando sus palabras de despedida: “Mantente a salvo, escondida. No me busques, no me llames.”

—No me llames —repitió susurrando, pero sabía su número de memoria y estaba brillando en su mente como la luz de los neones que les habían rodeado entonces.

La rubia quedó intacta sobre la barra con un billete reposando a su lado. Abrió la puerta del bar y cerró la del coche. Los árboles pronto corrieron a su lado junto a las estrellas hasta que una cabina de teléfono fue iluminada por los faros. Porque quizás, en esa noche, cuando se quitara los guantes y sintiera el relieve de las teclas en sus dedos hasta marcar los números que continuaban en su mente, gracias a la moneda que dejó advirtiendo a Johnny Cash sobre los “God’s gonna cut you down”, la efigie de su rey podría hacer que, en ese día del presente, el himno nuevo entonado fuera el de su voz.

Un tono, dos tonos, tres…
Emme's Codes

Muchísimas gracias a Esteban Vázquez por haber plasmado el espíritu del relato en la ilustración que puedes ver más arriba. Síguele en Twitter para ver más obras suyas dando click ↠ aquí ↞.

Jane Doe