viernes, 10 de abril de 2020

¿A las ocho?

Prompt:

Cuarentena

Giró sobre sobre su cuerpo, provocando que los muelles de la cama vieja se quejaran. Miró a la cara al rostro más humano que sus ojos habían visto en semanas, si es que podía considerarse humana una gota de gotelé que se hallaba cerca de la esquina. “La Llorona”, le había bautizado en pensamientos, con sus formas picassianas, siendo el único consuelo que le ofrecía ver que había alguien, aunque fuera una mota en la pared, tuviera una cara peor de la que suponía que podría tener él.

La luz de la farola hacía rato que se había convertido en la invitada no deseada que, a través de las ranuras de la persiana mal cerrada, se colaba en la estancia. Su mente intentaba recordar cuántos días habían pasado desde que no salía de casa, convirtiéndose en una cuenta difícil de seguir porque apenas si podía diferenciar cuándo era de día y cuándo era de noche. Dormía cuando estaba cansado, dormía cuando estaba cansado de estar cansado y dormía por aburrimiento.

Solo se levantaba cuando su cuerpo se convertía en el traidor que le obligaba a ir al baño, o a por comida. A veces, valoraba la tentación de no moverse y esperar a que la vieja amiga con guadaña viniera a por él con la promesa de regalarle el que se le antojaba el mejor de los consuelos, o de crear, en sus sábanas, un collage de manchas de colores con sus propios fluidos corporales... No importaría mucho, de hecho, el olor con el que estaban impregnadas era ya suficiente mancillamiento y, se había convertido en tal presencia, que gobernaba más que la suya propia en el espacio que conformaba su dormitorio.

Había instantes en los que agradecía que fuera su propia peste el ancla que le sostenía en la deriva del mar que eran sus pensamientos. Así era cómo le gustaba imaginárselos: como olas que nacían en la alta mar como un susurro apenas notado y que crecían y crecían. Él era la isla, la pared del acantilado, y ellas al final le encontraban estallando contra él en un grito embravecido de espuma blanca, golpeando su muro de roca hasta que llegara el día que lo derribaran y su espíritu no fuera más que un recuerdo perdido. La psicóloga le había dicho que buscara algo a lo que aferrarse cuando sus recuerdos le encontraran como las olas al acantilado, cuando cada tic tac del reloj le ofrecía una imagen que arrancaría de su memoria con sus propias manos si pudiera.

Su amigo…

Edu…

Nunca hubiera imaginado que el minutero hiciera más ruido que el de las armas siendo disparadas, los llantos desesperados o el de una bomba estallando.

No, jamás habría un sonido como ése último. Ese eco jamás dejaría de taladrarle los tímpanos, como si siguiera ocurriendo cada segundo de su miserable existencia. Como si Edu desapareciera y apareciera una y otra vez. Como si muriera en una espiral que caía y volvía desde el infinito.

Había escuchado decir a su jefe que la imagen de la muerte de su compañero y mejor amigo había quedado grabada en su cámara. Y Juan dijo que esa secuencia la habían sacado en el telediario, pero recortando el final de la cinta. Vomitó hasta la primera papilla cuando se enteró. “¡Hijos de puta!” pensó “¿¡Cómo han podido utilizar los últimos segundos de vida de Edu por unos puntos de share!?” 

Y desde entonces, no quería saber nada del ser humano. ¡Qué se pudriera si así era preciso! Él convertiría su lecho en el de su muerte y, con suerte, caería en el olvido y nadie haría un lamento falso por él.

Volviéndose a girar en su cama, apartó la mirada de la Llorona antes de echar un último vistazo al techo. Cerró los ojos, secos de lágrimas, y comenzó a pedir porque su alma se despegara de su cuerpo cuando consiguiera dormirse.

Silencio.

Estalla.

Las balas que precedieron a la bomba vuelven a llegar a él y otra vez estaba en Siria, en aquel infierno sobre la tierra. Sin embargo, su oído comenzó a agudizarse y la espalda volvió a sentir el colchón blando bajo ella. Aquello no eran disparos. Eran… ¿aplausos?

Se levantó como un resorte, reuniendo toda la energía que creía en un coma profundo para salir del dormitorio y dirigirse al salón. El frío mordía las plantas de sus pies descalzos, pero lo ignoró, como así también hizo con la estela de motas de polvo que se abrían a su paso para luego volver a flotar tranquilas en el aire similar al de una tormenta que ya había pasado. El televisor que recogía los fotogramas que él antes grababa, reflejó su silueta bajo aquella capa que hacía que el gris fuera el nuevo negro, haciendo que su cuerpo se desfigurara en el recuadro de 65 pulgadas. Había sido como un rayo, visto y no visto, como el fantasma de esos programas frikis que no ha podido ser grabado, pero sí sentido. Y es cuando la piel sudorosa de su mano tocó la manilla de la puerta de la terraza, que escuchó:

—¡Vamos! ¡Juntos podemos!

Instintivamente, ese muro de defensa que había levantado, volvió a erigirse más fuerte, aprisionándole, empujando para que huyera por una voz que no conocía y que era una amenaza, pero la rabia que sentía porque alguien le hubiera hecho volver a sentirse en territorio hostil le quemaba los pulmones y, por qué no, quería descargar su furia y frustración.

El aire gélido de la calle le dio la bienvenida cuando vio a una chica en la terraza de enfrente aplaudiendo como si no hubiera un mañana. Debía ser la que utilizaba la cuerda del tendero que salía desde el bajo de la ventana de su cocina y que él nunca usaba. De hecho, nunca había prestado demasiada atención a aquella vecina porque solía viajar tanto por su trabajo como reportero gráfico que, incluso, siete años después de mudarse, cada vez que se cruzaba con alguien en su bloque, le preguntaba si era nuevo en la urbanización.

El pensamiento de “bueno, parece que no soy el único loco” que pasó por su cabeza se vio interrumpido cuando la vecina percibió su presencia.

—¡Pero aplaude, hombre! —le instó con una sonrisa mientras ella continuaba haciéndolo como una posesa-. ¡Vamos que se puede! —gritó.

Y él, como un pasmarote que no entendía nada, pero contagiado por su espíritu enérgico, de repente, chocó sus manos una vez, dos, tres veces… hasta que entonces, también estaba aplaudiendo.

—Esto… —volver a poner en funcionamiento sus cuerdas vocales tras el desuso, era como volver a arrancar un coche que llevaba mucho tiempo parado—. ¿Qué estamos haciendo?

La chica le volvió a mirar como si de repente hubiera visto a un extraterrestre.

—¿No te has enterado? —dijo ladeando su cabeza y arrugando la nariz—. Homenajear a los médicos, los policías, los que trabajan en la limpieza, los reporteros… Ya sabes —se encogió de hombros para luego llevarse dos dedos a la boca y comenzar a silbar.

—¿Reporteros? —dijo dándose por aludido ante la alarma que había despertado esa palabra en él—. ¿Qué ha pasado?, ¿estamos en guerra? —intentó no sonar muy alterado.

—No sabía que la casa frente a la mía era una cueva. ¿No me digas que eres de esos anti tecnología? —rio jovialmente—. El coronavirus, ¿qué va a ser si no?

—¿El corona-qué? —se encontró incapaz de pronunciar aquella nueva palabra en su propio diccionario.

Si la chica pensó que era un loco, agradeció ínfimamente que lo disimulara y no le tratara como al paciente del expediente nº 8452 que necesitaba medicación para digerir que su mejor amigo había muerto frente a su objetivo y que él salió vivo sin apenas un rasguño.

—El virus que está dando tanta guerra —al solo obtener silencio de su parte, continuó—. La pandemia que ha sido declarada —“Dios santo, ¿tanto se había perdido?”—. Así que ahora, hay que salir todos los días a las ocho para aplaudir por todos los que están luchando ahí fuera, mientras el resto de los mortales nos quedamos confinados en casa por orden del presi —negó con la cabeza—. Madre mía, me siento como una verdadera inútil no pudiendo hacer más que quedarme aquí… ¿No te pasa?

Tragó saliva y notó como los ojos escocían porque no es que se sintiera como un verdadero inútil, sino que sabía que lo era. No pudo evitar la muerte de Edu y en el laberinto de su autoflagelación y odio a sí mismo, se había perdido lo que estaba sucediendo.

—Sí… —pronunció esa única palabra como la que recogía todo lo que pasaba por su cabeza.

La chica se apoyó en la barandilla y le estudió por un rato que se le antojó interminable.

—Mañana voy a salir al super a comprar lo necesario —comentó al fin. Ante el alzamiento de su ceja, volvió a hablar—. Es para lo poco que podemos salir. Si necesitas algo…

—No, yo estoy bien —aclaró rápidamente.

Lo último que le apetecía era deber favores, o que alguien tuviera la empatía suficiente como para tener un detalle como ese cuando hasta hacía un rato había deseado la muerte a todos los de su especie. ¡Curiosa paradoja entonces que hubiera una pandemia!

—Genial —respondió ella enderánzose y mirando a un punto indefinido en la nada—. Sé que cuando cuentan aquello de lo de “la vecina de al lado que va a pedirte sal” parece otra cosa, pero bueno… —volvió a mirarlo y suspiró—. Aquí estoy yo para bajar todo erotismo de una —rió de repente de algún chiste que él se había perdido—. ¿No te sobrará algún rollo de papel higiénico?

—¿Qué? —exclamó anonadado por la clase de pregunta que era esa.

—¿Te puedes creer que en el fin del mundo es lo primero con lo que ha arramplado la gente? —había un tono divertido en su voz que no lograba disfrazar la indignación—. Voy a denunciar a Hollywood por haberme creado otras expectativas.

Y un sonido, que ya no recodaba, resonó. Era una carcajada. Su carcajada. Había creído que ya no podría reír nunca más y, sin embargo… Lo había hecho.

—Creo que por ahí tengo alguno —anunció cuando el shock había pasado para alivio de la vecina que pareció que había dejado de soportar un peso enorme sobre sus hombros.

Cuando se volvió para entrar a casa y coger un par de rollos, aquel simple hecho se convirtió en una nueva misión que le mantuvo tan concentrado y con tanto propósito, que apenas si se fijó en el estado en el que se encontraban las baldosas, tanto del suelo como de la pared, del baño. Fue de refilón, antes de salir, que se dio cuenta y pensó que, quizás, al día siguiente podría limpiar un poco el lugar donde se suponía que debía cuidar su higiene.

Al volver al balcón, lanzó la mercancía a la vecina.

—¡Gracias! —dijo sopesándolos para luego guardándoselos bajo el brazo—. Eres mi nuevo superhéroe.

—¿Superhéroe? —repitió.

Porque de todas las cosas, la última que esperaba, era que le llamasen “superhéroe”.

—Por cierto, me llamo Eva—se presentó al tiempo que comenzaba a volverse hacia la puerta abierta de su terraza.

—Yo Sebas.

—Encantada, Sebas —sonrió—. ¿Quedamos mañana a las ocho?
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Jane Doe